El principio de legalidad es, sin lugar a dudas, el principio más importante del derecho administrativo, puesto que establece que las autoridades administrativas - y en general, todas las autoridades que componen el Estado - deben actuar con respeto a la Constitución, la ley y al derecho, dentro de las facultades que le son atribuidas y de acuerdo con los fines para los que fueron conferidas dichas facultades[1].
Esto implica, en primer lugar, que la Administración se sujeta especialmente a la ley, entendida como norma jurídica por quienes representan a la sociedad en su conjunto, vale decir, el Parlamento. Sin embargo, la evolución del principio de legalidad lo ha llevado a incluir no solo a las demás normas con rango de ley (como son en el caso peruano los decretos legislativos, los decretos de urgencia y las ordenanzas) sino además a la Constitución y a las demás normas de rango inferior a la Ley[2], como veremos más adelante.
Lo que ocurre es que en el Estado de Derecho se ubica a la Administración como esencialmente ejecutiva, encontrando en la ley su fundamento y el límite de su acción[3]. Es una Administración sometida al derecho, siendo que aunque ella está habilitada para dictar reglas generales - reglamentos y normas internas como loa instrumentos de gestión y las directivas -, estas están siempre subordinadas a la ley.
En segundo lugar, la Administración Pública, a diferencia de los particulares, no goza de la llamada libertad negativa (nadie está obligado a hacer lo que la ley no manda, ni impedido a hacer lo que esta no prohíbe) o principio de no coacción, dado que solo puede hacer aquello para lo cual está facultada en forma expresa[4]. El controvertido concepto de competencia implícita, por el cual pueden existir atribuciones que no están establecidas con precisión en la norma, ha reducido su ámbito al mínimo, siendo prácticamente inexistente en nuestra legislación.
La discrecionalidad administrativa, como resultado, va eliminándose de manera sostenida, lo cual es consistente con la moderna teoría administrativa, e incluso, con reiterada jurisprudencia, en especial, la emitida por el Tribunal Constitucional[5]. De hecho, en lo que concierne a la emisión de actos administrativos, la discrecionalidad se encuentra reducida a las solicitudes de gracia, que operan cuando el administrado no cuenta con otro título legal específico que permita exigirlo como una petición en interés particular[6].
Asimismo, la Administración pública, al emitir actos administrativos — que por definición, generan efectos específicos, aplicables a un conjunto definido de administrados[7] — debe adecuarse a las normas reglamentarias de carácter general[8]. Estas últimas evidentemente deben de complementar debidamente la norma legal que les da sustento, cumpliendo con reglamentarla de manera adecuada, en el caso de los llamados reglamentos ejecutivos, conforme lo establecido por la Constitución Política del Perú. En el caso de los reglamentos autónomos, la Administración debe respetar las normas legales en general y en especial aquella que le otorga potestad reglamentaria a la entidad.
El sometimiento del Estado en general y de la Administración pública en particular a la ley tiene su origen en la doctrina de John Locke, a la cual nos hemos referido anteriormente al tratar acerca del concepto de Estado y su evolución. Expresa este autor que si el Estado ha nacido para proteger los derechos naturales, que no desaparecen con el contrato social establecido por Hobbes, carece de sentido racional que desaparezcan por la instauración de un Estado absolutista, cuando el contrato social persigue el fin de proteger, amparar y hacer sobrevivir dichos derechos. La monarquía absoluta es entonces incompatible con la sociedad civil[9].
En contraposición con Hobbes, Locke considera al soberano como parte integrante del pacto social, por lo cual dicho soberano se encuentra también sometido a la norma legal, cumpliéndose entonces con la necesaria reciprocidad del contrato. Hobbes emplea el contrato social más bien para justificar la obediencia al soberano y la asunción de este del poder absoluto sobre sus súbditos[10]. Y es que, para Hobbes, la libertad del soberano está sobre los individuos y por sobre las mismas leyes que rigen a los individuos. Cada individuo renuncia a su libertad buscando la seguridad que le otorga el Estado soberano como resultado del pacto social.
De la misma manera, señala Locke, “tampoco es conveniente, pues sería una tentación demasiado fuerte para la debilidad humana, que tiene la tendencia a aferrarse al poder, confiar la tarea de ejecutar las leyes a las mismas personas que tienen la misión de hacerlas[11]”. Como lo hemos señalado anteriormente, el sometimiento del monarca a la ley genera entonces que él pretenda elaborar también la misma, lo que implicaría una grave incongruencia, pues estaría sometido a sus propios designios, sin que exista control aparente alguno[12].
Lo que hay que hacer entonces es limitar el poder absoluto y ello se logra distribuyendo las funciones estatales entre diversos detentadores de poder. Es así que John Locke se convierte no solo en el autor que plasma el principio de legalidad, sino además en el inmediato precursor de la separación de poderes, que luego es desarrollada con detalle por el Barón de Montesquieu en su libro "Del Espíritu de las Leyes"[13].
Es evidente, a partir de este razonamiento, que el principio de legalidad es uno de los elementos que conforman el Estado de derecho, pues sirve de efectiva limitación al poder estatal en beneficio de los derechos de los individuos[14]. Como consecuencia directa de ello, se convierte además en el principio fundante del derecho administrativo, mostrando uno de los diversos puntos de contacto que existen entre dicha rama del derecho y el derecho administrativo.
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[1] Artículo IV, inciso 1, literal 1.1 del Título Preliminar del Texto Único Ordenado de la Ley del Procedimiento Administrativo General, N.º 27444 (en adelante, el TUO).
[2] MIR PUIGPELAT, Oriol - “El concepto de derecho administrativo desde una perspectiva lingüística y constitucional”. En: Revista de Administración Pública, N.° 162. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003, p. 76 y ss.
[3] BELADIEZ ROJO, Margarita - “La vinculación de la Administración al Derecho”. En: Revista de Administración pública, N.° 153. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2000.
[4] OCHOA CARDICH, César - “Los principios generales del procedimiento administrativo”. En: AA.VV., Comentarios a la Ley del Procedimiento Administrativo General. Ley N.° 27444. Lima: ARA, 2003, p. 53.
[5] STC. N.° 0091-2001-PA/TC; STC. N.° 8495-2006-PA/TC, entre otras.
[6] Artículo 123 del TUO.
[7] Artículo 1 del TUO.
[8] COSCULLUELA MONTANER, Luis - Manual de derecho administrativo. Madrid: Civitas, 1993, p. 31.
[9] LOCKE, John - Ensayo sobre el gobierno civil. Barcelona: Orbis, 1983, p. 90.
[10] HOBBES, Thomas – Leviatán. Madrid: Sarpe, 1984, p. 181 y ss.
[11] LOCKE, John - ob. cit. p.143.
[12] Ibíd., p. 91.
[13] MONTESQUIEU, Barón de – Del Espíritu de las Leyes. Madrid: Tecnos, 1980.
[14] ENTRENA CUESTA, Rafael - “Notas sobre el concepto y clases de Estado de derecho”. En: Revista de Administración Pública, N.° 33. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1960, p. 36.