Como sabemos, el Foro Económico Mundial, publica anualmente el ranking del Índice de Competitividad Global de alrededor de 141 países. Ese ranking, mide el puntaje obtenido en 12 materias observadas en cada país. En los últimos años, el Perú ha descendido 5 posiciones en este ranking, desde 2017 que ocupó el puesto 60, hasta el año 2019, que ocupó el puesto 65. Ello es todo un tema estructural del que nos hemos ocupado en otras oportunidades. Sin embargo, deseo ocuparme de la primera materia que analiza el Foro Económico Mundial: las Instituciones.
En el pilar Instituciones, el Perú bajó 1.3 puntos y descendió 4 puestos de 2018 a 2019. Debemos tomar en cuenta que no se ha publicado un ranking en 2021 por los problemas de la pandemia en el mundo. Sin embargo, hemos visto que la grave crisis sanitaria y económica que aún vivimos en el país, se ha extendido también a ser una crisis de corrupción en los tres niveles de gobierno. Esto se ve reflejado enpor todos los casos de estafas y sobornos en los procesos de contratación de bienes y servicios vitales para combatir al COVID-19. Desgraciadamente, ello ha significado: el agravamiento de la salud y la muerte de otros peruanos.
Dentro del tema institucional, han sido preocupantes en la realidad y en los puntajes obtenidos, la confianza en los servicios policiales, mucho de ellos por la corrupción de elementos de su institución; la independencia judicial, relacionada con acusaciones por pertenecer a mafias u organizaciones criminales; finalmente la incidencia de la corrupción que ha descendido del puesto 80/140 con un puntaje de 37/100 en el 2017, al puesto 91/141 y puntaje de 35/100.
De igual modo se presenta como factor importante de esa mejora la reforma en la normativa para la rendición de cuenta del financiamiento de campañas electorales de los partidos políticos (Ley 31046, 24 septiembre 2020).
Los que hemos estado en el país somos testigos de lo que ha costado en tiempo y esfuerzos, lograr que se aprueben esas normas y esperamos que ello siga mejorando, pero la corrupción es más que eso. Por supuesto, será importante filtrar mejor el perfil de los candidatos a los cargos públicos que dirigen al Estado y a los que desempeñan cargos de confianza en la alta dirección.
Mencionando el recurso humano como aspecto importante para evitar la corrupción y, sobre todo, fomentar la cultura de integridad, debo mencionar que existe un predominio de la confianza en desmedro de la meritocracia en la composición de los directivos públicos en el Perú. Los directivos de confianza, representan el 70% a nivel nacional y el 90% de los gobiernos subnacionales. Ello tiene consecuencias graves, debido a que lamentablemente no garantiza la competencia para el desempeño del cargo. Existen muchos directivos de confianza con la competencia necesaria, pero al no ser meritocrático su acceso, es posible, en el mejor de los casos, que una entidad que ha asignado a un directivo de confianza, se esté perdiendo la oportunidad de que un mejor candidato pueda ocupar ese cargo.
Pero también en el peor de los casos, que suele ser frecuente, hablamos de directivos incompetentes y cuya lealtad, no es lamentablemente hacia a la ciudadanía, ni a la misión de la entidad en la que labora, sino, hacia la persona que le dio la confianza y lo colocó en su puesto; y por supuesto, lo puede retirar de ese puesto en el momento que no cumpla sus órdenes, sean éstas sujetas a derecho o no.
Existe una mayor necesidad de la aceleración de dicha implementación en los gobiernos locales. Ello por diversas razones que juegan simultáneamente a favor y en contra de la corrupción: la gestión pública, la atención de los servicios públicos y el sistema de control, son más débiles en los gobiernos subnacionales y especialmente en las municipalidades que son más de 1800.
Por otro lado, en espacios territoriales más reducidos, existen vínculos estrechos entre las élites políticas y las empresariales; la sociedad civil tampoco está adecuadamente organizada. Todo lo anterior es negativo, pero también tiene ventajas que aprovechar, como la posibilidad de una mayor facilidad de organizar sociedades más pequeñas, para ser más participativas en fiscalizar y controlar a las autoridades y directivos locales, así como contar con canales más directos de comunicación.
Dentro de la nueva estrategia normada por la Política nacional y el Plan nacional de integridad y lucha contra la corrupción aprobadas en el Perú en 2017 y 2018 respectivamente, se ha considerado de forma muy acertada, la nueva estrategia difundida por la OCDE para promover la Integridad pública. En adición al tema sancionador, ésta consiste en un mayor énfasis en el área de prevención de la corrupción, y lo que es mejor, la promoción de la cultura de integridad, no solo en el ámbito de las organizaciones del Estado y sus directivos y servidores, sino que incluye a la sociedad civil a la que asigna mayores responsabilidades de participación y fiscalización en esta estrategia.
Sin embargo, mi preocupación se encuentra en que la responsabilidad se diluya y no se consiga el objetivo general de la Política: “Contar con instituciones transparentes e íntegras que practican y promueven la probidad en el ámbito público, sector empresarial y la sociedad civil; y garantizar la prevención y sanción efectiva de la corrupción a nivel nacional, regional y local, con la participación activa de la ciudadanía.” Es más, como ya lo he comentado, estamos viendo desde la llegada de la pandemia en nuestro país, las pruebas claras que la corrupción sigue muy presente y se requieren ajustes efectivos en la implementación de la Política y el Plan.
Uno de esos ajustes efectivos que nos dará tiempo para que la reforma del servicio civil se profundice, sobre todo en el ámbito subnacional, esta referida a la responsabilidad que debe asumir la máxima autoridad administrativa de cada uno de los ministerios, organismos públicos y todas las entidades públicas de los tres niveles de gobierno. Responsabilidad en la promoción de la cultura de integridad en su entidad, que establece la nueva estrategia del Plan, pero también, en la de involucrarse personalmente, en cada una de las áreas funcionales y administrativas. Previniendo y neutralizando cualquier intento de falta grave o acto de corrupción. Pero la responsabilidad que propongo va más allá, si ocurriese cualquiera de esos actos ilegales, la máxima autoridad administrativa debería responder también por ello ante sus superiores, proceso que debiera ser supervisado por el órgano rector de la Integridad.
He ocupado varias veces esos altos cargos de máxima autoridad administrativa y conozco la magnitud de mi propuesta. Ello obligará que esa autoridad (secretario general de ministerio, gobierno regional, municipalidad o entidad, gerente general de organismos públicos) tenga que dedicar la mitad de su tiempo a sus funciones en la línea de su entidad y la otra mitad, a esta función de prevención. ¡Qué desperdicio de tiempo! me podrán decir, sin embargo, estoy seguro que la situación actual lo amerita. En nuestro país y no es un desperdicio, el dedicar buena parte del tiempo a asegurarse que la inversión que hace el Estado con los impuestos de los ciudadanos vaya a atender al 100% a sus necesidades.
Que las enfermeras y los médicos no se contagien o mueran por usar equipos de protección fraudulentos con la complicidad del área de logística o que la carretera dure el tiempo que deba durar respetando los parámetros técnicos del caso, o que un hospital, tan necesario en esta pandemia, se finalice en el tiempo previsto, con el equipamiento necesario y al precio original con el que el proveedor respectivo ganó la buena pro.
Como he señalado en otras oportunidades, el ser humano necesita dos cosas para que todo marche bien en una sociedad: la zanahoria y el garrote. Sino preguntémosles a nuestros conciudadanos que no cumplen las restricciones del confinamiento. No las cumplen no porque no sepan leer la norma, sino porque creen que no existe el suficiente personal de seguridad para reprimirlo (garrote) por lo que también creen, que pueden evadirse de la prohibición.
En nuestra propuesta, tenemos que sacrificar a la máxima autoridad administrativa de cada entidad pública. De este modo, la autoridad se constituye personalmente en la zanahoria al ser agente de promoción de la integridad y prevención de la corrupción, detectando los riesgos y neutralizándolos. Del mismo modo, también tendría que ser el garrote de aquellos ciudadanos que teman ser detectados y sancionados por un directivo público que escudriña todos los quehaceres de la entidad, para beneficio de la ciudadanía.
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