Nuestra administración pública es mucho más burocrática que hace 20 años, y quienes tienen esa antigüedad en la función estatal lo saben. ¿Porqué? ¿Qué ha sucedido para que después de todo este tiempo de modernización de la gestión pública, hayamos retrocedido en vez de avanzar?
Este artículo explora las principales razones que podrían explicar el fenómeno. Ninguna es determinante por sí sola, ni todas están presentes en toda la gestión pública, pero la suma genera un efecto difícil de contrarrestar si no se aceptan como parte del problema.
Desarrollo de la ciudadanía
La primera estaría en la falta de desarrollo de la ciudadanía en los funcionarios públicos. Tenemos líderes políticos y técnicos a los que le falta, primero, ser ciudadanos. Así, muchos de ellos consideran que al ser designados en un puesto de toma de decisiones pueden cambiarlo todo para hacer lo que consideran es mejor, sin importarles mucho los costos que genera ese ejercicio de voluntad.
El patrimonialismo, que hace que algunos usen el poder del que se les ha investido de una manera personal y “creativa” genera no sólo costos asociados a las políticas o procedimientos que quedan inconclusos; sino a las confusiones y nuevos comienzos de quienes tienen que volver a entender la lógica con la que ahora actúa esa entidad o ese sector.
Si los funcionarios entendieran que no tienen más derechos que ningún otro ciudadano; pero sí más deberes, y que el cargo no es para lograr resultados inmediatos, sino para construir una nación y brindar servicios a la población, tratarían con más respeto las normas y las políticas que encuentran al asumir el puesto. Eso vale también para quienes los rodean y aceptan implementar los cambios sólo porque así lo quiere el jefe.
Si aceptamos que ciudadanía plena es tomar conciencia de nuestros derechos y deberes actuando en consecuencia; muchos funcionarios deben reflexionar sobre su deber de trabajar para la población y no para su “propia gestión” o su propio interés.
Formación insuficiente
La segunda área de reflexión estaría asociada a la insuficiente formación especializada en administración pública de diversos tomadores de decisiones o sus asesores; lo que produce una técnica legislativa y normativa muy deficiente.
La elaboración de una norma, que tiene diversos efectos (no sólo los perseguidos en su diseño) requiere de la capacidad de anteponerse estratégicamente a los mismos, principalmente desde la perspectiva del funcionario, servidor o ciudadano que se ve afectado/a por la misma.
Por ejemplo, la modificación en la regulación de uno de los sistemas administrativos del estado trae como consecuencia un efecto en los demás sistemas (el enfoque sistémico nos explica esto muy bien).
Y considerando que existen miles de aplicadores de la norma en todo el aparato estatal, podrán imaginarse si cada año; dos o tres de estas regulaciones son emitidas por los diversos sistemas administrativos, generando muchas veces incentivos perversos que incitan al mero cumplimiento formal, sin necesariamente conseguir los objetivos que la regulación perseguía. Ejemplos abundan en nuestra administración nacional.
Debemos sumar a esto que muchos funcionarios, incluyendo quienes diseñan las normas, son invitados a la administración pública desde el sector privado, lo que acentúa que este ejercicio no venga siempre siendo realizado con la mirada especializada necesaria.
Si la administración pública es más compleja y persigue distintos objetivos que la administración privada, no podemos seguir esperando mejores resultados sino nos esforzamos en los criterios de selección de los invitados a la gestión pública o invertimos en formar a quienes tienen a su cargo asesorar especializadamente a quienes ejercen responsabilidades estatales.
Precariedad en parte del servicio público
La tercera circunstancia en cuestión, que alimenta las dos anteriores, estaría en las ínfimas condiciones en que parte importante de la administración pública cumple sus funciones. Los contratos que la doctrina y la legislación han previsto para relaciones no laborales son usados para mantener personal en posiciones permanentes, pero sin reconocerles relación laboral alguna, ni los beneficios que constitucionalmente les corresponden.
Además, muchos de estos contratos están sujetos a plazos que en muchos casos se vencen a los treinta, sesenta o noventa días. Un profesional en dichas condiciones no sólo es maltratado por el propio Estado que debe velar por el cumplimiento de la Constitución y la ley; sino que muchas veces se siente presionado por los mandatos de quien puede poner fin a su contrato de manera casi inmediata.
Esto sucede, como es ampliamente conocido, porque la necesidad de trabajar despierta el natural temor a represalias, lo que afecta tremendamente la capacidad de respuesta profesional. A ello se suma que, por los mismos motivos, altos funcionarios “traen” a la administración a allegados que no necesariamente cumplen con la calidad profesional requerida, pero si con la disposición de realizar lo que el jefe diga.
Si la estabilidad relativa de la administración pública estuviera cubierta por la idoneidad en el ingreso al cargo y la permanencia y ascenso fueran meritocráticos, podríamos esperar de dichos funcionarios y servidores un mejor despliegue de sus saberes y una mayor cautela de los recursos públicos.
Desarticulación y centralización
En este marco de cosas, la desarticulación de nuestra gestión pública y la centralización del poder sobre los sistemas administrativos es la cuarta razón de nuestro análisis.
Cada ente rector de un sistema administrativo actúa bastante aisladamente del otro. Si bien las normas señalan los espacios de articulación y coordinación necesarios al momento de emitir directivas; ello no ayuda suficiente a un funcionario regional o local que debe aplicarlas todas. Máxime si cada una posee una lógica y objetivos propios (basta leer las leyes que regulan a cada sistema y encontraremos las orientaciones, principios, definiciones de cada uno).
Esta desarticulación hace innecesariamente compleja la gestión, y aprieta el espacio de toma de decisiones de tal manera que “gestionar” se vuelve un acto de cumplimiento formal. Los sistemas administrativos que en la empresa privada son instrumentos del gerente para la consecución de los objetivos de la organización, en el estado no sólo no están integrados sino que sujetan y limitan el campo de acción del gerente público; lo que en muchos casos incita a aparentar y a saltarse las normas para poder resolver los problemas (o los deseos del jefe).
Si la regulación centralizada, como sugiere la nueva gestión pública, se orienta a resultados y no persigue el dibujar y medir cada paso que dan los tomadores de decisiones; se podría avanzar en convertir a los sistemas administrativos en verdaderas herramientas al servicio de quienes debieran tener: la discrecionalidad para decidir y la responsabilidad en consecuencia.
Corrupción
Finalmente (aunque habría un par de páginas más para dialogar) encontramos en la corrupción alrededor del presupuesto público la mejor razón que encuentran algunos para hacer complicado lo que puede ser simple.
El temor del poder centralizado a la gestión discrecional ha multiplicado los controles a través de cada sistema administrativo. Ello no impidió que estos últimos veinte años la corrupción siguiera. La transparencia, que permite el control ciudadano sobre las decisiones y la gestión pública ha sido poco entendida por quienes creen que basta publicar información aunque esta se presente en formato y lenguaje sofisticado.
El lenguaje poco claro y la reticencia para mostrar y entregar toda la información estatal, que por definición debe ser pública, sirve para esconder tanto la ineficiencia como la corrupción. Gobierno abierto no es sólo mostrar información que para muchos pueden ser jeroglíficos. Eso no es acercar el Estado al ciudadano. ¿Podría ser que no fuere casual?
Si en vez de capacitar a los ciudadanos y ciudadanas para que participen en los procesos participativos simplificamos la forma en que la información estatal es presentada (hay especialistas para ello) ganaríamos mucho en transparencia, principal antídoto de la corrupción.
El implementar las recomendaciones de los organismos internacionales para mejorar nuestra gobernanza estatal, incluyendo la simplificación administrativa, pasa por entender nuestra complejidad y los reales efectos que están, o no, produciendo las normas en vigencia.
El mundo está dejando atrás la simplificación de trámites como una tarea orientada sólo en facilitar el crecimiento económico agregado. El foco actual se orienta a simplificar los procedimientos administrativos para alcanzar una ejecución presupuestal oportuna y la consecución de resultados para los ciudadanos.
El Derecho Administrativo interno evoluciona y desarrolla teorías y enfoques aplicables a una sana relación entre las entidades del Estado; relaciones no de competencia sino de cooperación para la consecución de un objetivo común: el bienestar de la población.
Una drástica decisión de igualar las condiciones laborales de los empleados y empleadas del Estado tendría un gran impacto en nuestra democracia. Sólo este objetivo, evaluados sus beneficios, justificaría innegablemente los costos de una política que además devuelva el respeto a muchos funcionarios y servidores públicos.
La simplificación administrativa, no es sólo eliminación de trámites. Es contar con un aparato público especializado, eficaz, eficiente y simple. Podemos lograrlo si generamos una corriente de opinión pública a favor de la reforma de ésta, nuestra administración. Los recursos que administramos son de todas y todos los peruanos. Hagamos nuestro máximo esfuerzo por mejorar la forma en que lo hacemos.
Si te interesa este y otro temas relacionados a la administración pública te invitamos a conocer más sobre nuestro Programa de Especialización en Derecho Administrativo.