Si nos solicitan que califiquemos como ciudadanos algún servicio público específico como educación, salud, transporte, entre otros; lo probable es que la mayoría no dudará en dar una mala apreciación al respecto, porque al ser preguntado inmediatamente emerge nuestra experiencia como cliente (customer experience).
Mas allá de que paguemos o no por recibir un servicio, todos sentimos esta experiencia. Sin embargo, en la administración pública aún no se interioriza con suficiente claridad la importancia que tiene este concepto cuando se entrega un servicio, a pesar de que cualquier trabajador público también es un cliente de otro servicio público.
¿Cuáles son los problemas que explican porque esta experiencia como cliente de un servicio público se encuentra llena de aspectos negativos?
La respuesta va más allá del sentido común sobre la cantidad y calidad de los servicios entregados. Si bien son estos aspectos cruciales existen otros problemas que atañen tanto a los servidores públicos como a la misma ciudadanía. A continuación, explicamos algunos de ellos que afectan la experiencia como cliente, y que cualquier interesado en mejorar la gestión pública en el Perú debe tener presente:
¿Qué es un cliente? La persona que paga por un servicio o que está dispuesta a pagar por un servicio y por tanto le da una valoración. En los servicios públicos, el cliente es el ciudadano.
Sin embargo ¿tiene claro el ciudadano sus derechos como también sus deberes para recibir un servicio? Parece no ser el caso. La exigencia de servicios públicos adecuados implica la necesidad de que la ciudadanía cumpla con el pago de sus impuestos y contribuciones. El concepto de cliente se diluye cuando sólo se enfoca en la dimensión de derechos.
Un cliente propiamente dicho cuando demanda un servicio en función a su disposición de pago asigna una valoración al servicio que va a recibir. Y por tanto, la calidad percibida del servicio estará en función de esa disposición de pago. Si esa regla se rompe y deja de funcionar, se crea lo que yo denomino “la gran brecha de percepción del ciudadano”, es decir, la brecha que existe entre lo que esperamos recibir sin tener en cuenta los costos que implica financiar los servicios y lo que recibimos. Sin tener en cuenta los costos, obviamente se espera recibir mucho a cambio. Por tanto, el resultado es una permanente desilusión de lo recibido, un rechazo constante a cualquier mejora ofrecida.
¿De quién es el problema? Del gobierno y de los ciudadanos a la vez. Del primero al ofrecer servicios en cantidad y calidad imposibles de financiar, trasladando la idea errónea a los ciudadanos como si la producción de servicios no tuviera costos. Los segundos al diluir la noción de cliente-ciudadano, es decir, que somos nosotros los financiadores del Estado y que los servicios públicos tienen costos que debemos financiar porque no es “mana” que cae gratis del cielo.
Este concepto debe estar presente en la implementación de las políticas públicas para que sean sostenibles, tanto en lo que respecta a cantidad como a calidad de los servicios entregados por parte del Estado. Se trata de romper con la percepción tradicional de la población respecto a que si es público, es gratuito por definición, es decir, no tiene costo financiarlo.
Nada más falso, pues los servicios públicos, en especial los sociales, por lo general son muy costosos. Por lo tanto, si los ciudadanos tomaran conciencia sobre este concepto, asumirían un compromiso en hacer uso adecuado y racional de los servicios, a la vez de hacer el "accountability" sobre su correcto uso por parte de otros ciudadanos y de su correcta administración por parte de los servidores públicos.
Los servicios sociales tienen un costo de financiamiento. Y la experiencia como cliente no se completa si el concepto de financiamiento no se internaliza en cada ciudadano. Al igual que en el aspecto microeconómico que como clientes individuales enfrentamos todos los días, la cantidad y calidad demandada está en función de nuestro financiamiento, La brecha de percepción se regula bajo este mecanismo.
El ciudadano cliente tiene el derecho a recibir una atención y un trato de calidad. No hay excusa para ello. Hemos argumentado que desde la lógica de la experiencia como cliente pueden darse restricciones en la cantidad y calidad de los bienes y servicios públicos entregados, pero no hay tolerancia para el mal trato o el descuido en la calidad de atención de parte del sector público. La calidad de atención tiene su propia dinámica y es cubierta por los trabajadores públicos que al recibir una remuneración están en la obligación de dar una atención y trato de calidad al ciudadano.
Por ejemplo, en salud hemos percibido que los ciudadanos más allá de quejarse por la falta de medicamentos, que la hay, la gente reclama el mal trato que reciben de parte del personal que trabajan para el estado. Este caso refleja lo antes afirmado.
La experiencia como cliente debe hacernos reflexionar sobre cómo se deben entregar los bienes y servicios a los ciudadanos. Fijarse en la calidad de atención es un tema primordial por parte de los trabajadores públicos. Y de parte de los ciudadanos no solo se debe comprender que se tiene derecho a servicios, sino también que se tienen obligaciones para que estos servicios puedan ser entregados.
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